Desde el balcón de mi casa veo pasar un bus de la empresa ¨Poblado-Laureles, ruta que cogía todos los días para ir al trabajo. Pienso: a las 7:30 de la mañana, cuando sabes que vas para el mismo lugar de todos los días donde muchas veces el tiempo parece no avanzar, y el conductor apenas para unos segundos para recogerte y hacés un esfuerzo por no caerte mientras esperás con la mano extendida a que te reciban las monedas del pasaje; además te toca irte parada sosteniéndote de los pocos espacios libres en los espaldares de las sillas o se sienta alguien al lado reposando su cuerpo sobre el tuyo, no es tan emocionante subirse al bus.
Sin embargo, pienso también en los días que salía de clases de la Universidad de Antioquia a las 8:30 de la noche, y cogía el circular coonatra para llegar a la casa; el bus está medio lleno así que puedo escoger una silla al lado de una ventana, me pongo mis audífonos y prendo mi reproductor de música, recuesto todo mi cuerpo sobre la silla y la pared interna del bus, siento el viento entrar por la ventana totalmente abierta, me refugio en mi chaqueta y pienso en la arepa que me voy a comer cuando llegue, en mi amigo Daniel que nunca va a clase y no le importa que vaya a perder la materia, en que las casas del barrio El Pesebre, ahí al lado de la quebrada La Iguaná después de pasar la carrera 80 se ven muy bonitas, como bloques de diferentes colores uno encima del otro, en el futuro y si alguna vez saldré de esta ciudad, en el recuerdo de la primera vez que monté en el bus, en la pelada que veo todos los martes subirse para rapear sus propias letras, que tiene cuenta en youtube y todo, y me parece muy tesa, en que no faltan las preocupaciones en mi familia y que a los conductores de bus todavía les cobran las vacunas. Seis años después, en un ventiavo piso en alguna coordenada de Medellín pienso en todas las historias que pasan en los buses y se quedan ahí, entre la estructura metálica, las sillas en filas, las manos extendidas, enredadas con los 2.100 pesos que vale un pasaje de bus en el 2018; duran lo mismo que un viaje por la ciudad. Entonces, por qué no hacer un contenedor virtual donde el valor de cada pasaje es una historia consignada en palabras.
Recuerdo la primera vez que monté en bus. Había acompañado a Carmen, quien trabajaba haciendo la limpieza en mi casa, a una pequeña plaza de mercado en Belén San Bernardo, un barrio vecino al barrio donde yo vivía, Belén La Gloria. Me gustaba mucho caminar y siempre la acompañaba a hacer vueltas; como no compramos mucha cosa, nos devolvíamos a pie hasta la casa. Íbamos subiendo por la canalización de la quebrada Chocho, antes de cruzar la carrera 80, todavía faltaban unas cinco cuadras, y mis piernas ya no soportaban más. Carmen me dio la solución perfecta, irnos en bus. Yo estaba fascinada porque hasta ese momento la palabra bus apenas existía en mi mente vagamente y no como una posibilidad. Mis únicos medios de transporte en ese entonces eran la buseta del colegio, el renault 9 blanco de mis papás y muy de vez en cuando los taxis.
Me parecieron increíbles tres cosas: 1. el bus no iba a donde uno quería, sino que simplemente tenía una ruta determinada para pasar por varios lugares (como un paseo), 2. uno se podía bajar en cualquier momento del bus, 3. muchas personas se podían montar al bus y a todos les valía 500 pesos (estamos hablando de 1998 o 1999). Ahí nació mi amor por este espacio en continuo movimiento, además, ahora que lo pienso, puede ser una metáfora poderosa sobre las relaciones sociales y la vida. No volví a montar en bus hasta los 13 años que salía del colegio y me iba con mis amigas a cualquier centro comercial o a sus casas.
La primera vez que monté en bus
Se monta un vendedor de dulces al bus de Sabaneta, después de que el bus voltea a la derecha por la calle Bomboná para bajar hacia el barrio Niquitao. Se le nota molesto y aburrido. "Como en los buses de El Poblado hay un monopolio todo raro, no me dejaron vender dulces. Se me vinieron encima unos tipos con armas cortantes, cortopunzantes y contundentes. Gracias a dios no me alcanzaron a dar con las cortopunzantes, pero con las contundentes me aporriaron por acá por las costillas", dice. Yo estaba anotando lo que él decía en mi libreta de Viernes de Retrato en Taller 7, una residencia de arte que existió en Medellín por varios años, ve mi libreta y me dice "ey, me gusta tu arte". Ese día supe la existencia de las contundentes.